Texto de Pedro Pablo Leguízamo
Cuando Abel Leal se salió un momento de la caja de bateo para tomar un respiro, su compadre Humberto Bayuelo, que era el bateador prevenido, se le acercó y le dijo: «compadre no se deje ponchar; hágalo por mi mamá». Era la tarde del sábado 30 de septiembre de 1972 y se jugaba la final del campeonato nacional de béisbol.
En las cabinas de prensa del estadio Rafael Hernández Pardo de la ciudad de Santa Marta el narrador Édgar Perea, con todo el acero de su voz, transmitía por radio para Barranquilla y animaba a su audiencia para que se alistaran para el carnaval y a los carros de bomberos para que sonaran sus sirenas porque el triunfo de la selección del Atlántico era inminente frente a Bolívar. Napoleón Perea Castro, por su parte, narraba para Cartagena dándole esperanzas a una multitud que lo seguía desde sus casas con las caras largas. Era la época mágica de la radio en donde había que formarse las imágenes en la cabeza a través de las palabras de los narradores.
Dos meses atrás había muerto doña Carlota Zetién, la madre de Humberto Bayuelo, que un día lo hizo arrodillarse junto con su amigo del alma Abel Leal para que juraran ante ella que nunca caerían en una discusión; juramento que han cumplido hasta hoy cuando ambos superan los setenta años de edad. Por eso en aquella tarde de sábado, en el terreno de juego, ese acuerdo de confianza entre los dos peloteros tenía un fuerte lazo espiritual, tan esencial en jugadores de ese talante como el bate de madera en sus manos.
En la última entrada, en medio del calor asfixiante, el equipo de Bolívar perdía por diferencia de una carrera. El lanzador de Atlántico, Ascensión Díaz, ya había retirado a dos bateadores y estaba a un out de alcanzar el título. En la alineación de Bolívar lo normal era que Humberto Bayuelo bateara de tercero y Abel Leal de cuarto; pero en aquella tarde ─no se sabe por cuál razón─ “el loco” Ruiz, mánager de Bolívar, había decidido invertir el orden, así que el turno era para Abel Leal quien no había conectado de hit en todo el partido: el mejor bateador de la historia del béisbol colombiano había fallado en cinco oportunidades ese día.
En aquel sexto turno Abel Leal caminó hacia el plato llevando un bate Louisville 125 que Orlando “el ñato” Ramírez le había traído de Estados Unidos y que hasta ese momento no se había decidido a usar; se encomendó a Dios, aferró sus manos al madero y se cuadró para batear. El lanzador tomó impulso, levantó los brazos y lanzó el primer strike. Abel Leal, paciente bateador, se cuadró de nuevo. El lanzador volvió a la carga y con una recta de fuego consiguió el segundo strike. Con dos outs en la novena entrada, sin corredores en las almohadillas, perdiendo tres a dos y con dos strikes en la cuenta, el panorama era desalentador para el equipo de Bolívar. Eso explica la euforia de Édgar Perea en la transmisión. Luego de dos lanzamientos más, por la disciplina que siempre tuvo al bate, Abel Leal pudo igualar la cuenta a dos bolas y dos strikes. Después, ante sendos envíos de Ascensión Díaz, Abel Leal conectó tres fouls consecutivos. Todo parecía perdido. Fue en ese momento que Abel Leal se salió de la caja de bateo para tomar un respiro y fue justo allí que C se le acercó su compadre Bayuelo con aquel pedido trascendental: hágalo por mi mamá.
Abel Leal regresó a la caja de bateo. Ascensión Díaz recibió la seña del receptor, acomodó los dedos índice y corazón sobre las costuras de la pelota, tomó impulso, levantó los brazos y soltó un lanzamiento en curva que no desarrolló todo lo que debía, quedándose en el centro del plato. Abel Leal, excelso bateador, tuvo que haber descifrado la trayectoria de la pelota con solo ver su rotación, tensó los músculos del abdomen y de sus antebrazos, aguzó su visión de tigre y le hizo swing grande. El estadio enmudeció. Solo se oyó el golpe seco de la madera descosiendo la pelota. Desde el mismo momento del impacto Abel Leal supo que se iba de jonrón. Con ese batazo se empató el partido en la novena entrada.
Se dice que en ese batazo la pelota recorrió una distancia cercana a los seiscientos pies; se dice que dos señores en Cartagena murieron por la emoción del jonrón; se dice que el público en el estadio, loco de júbilo, invadió el terreno de juego; se dice que se necesitaron veinte minutos para reanudar el partido; se dice que a Édgar Perea se le quebró su voz de acero y se dice que en Barranquilla no hallaban dónde esconder los carros de bomberos. De lo que no hay dudas es que en la undécima entrada Bolívar ganó el campeonato con hit de Tomás Moreno. Esa tarde de septiembre de 1972 se escribió la leyenda de Abel “el tigre” Leal que, después de cuarenta y dos años, vuelvo y la cuento para que no se extravíe en nuestra memoria líquida. Desde aquella época son varios los que han querido llevar un tigre por apodo; pero tigre, lo que se dice tigre, solo hay uno, y ese es el eterno Abel Leal Díaz.