Cuando llegaron de la vereda Púa no sabían que el éxodo apenas comenzaba, aún no estaban a salvó. El grupo del que hablo en esta historia es apenas una pequeña parte de las más de seiscientas mil víctimas del conflicto armado colombiano que hay en el departamento de Bolívar, uno de los departamentos más golpeados por el flagelo de la violencia en la Región Caribe. La iglesia era tal vez en único bien que tenían pues fue construida con manos propias y bajo el amparo de Dios, el nombre de la iglesia es ” Sentadas de libertad y esperanza”.
Las razones por las cuales salieron de esa vereda son apenas lógicas, el terreno era ajeno y los dueños reclamaron su devolución.
Entonces, todos recogieron sus sueños y se fueron, junto a esa esa maleta llena de cosas inciertas, una que otra olla, la poca ropa que tenían, camas y enseres y a sus niños que aún no estaban listos para el futuro.
Nadie sabe de dónde llegaron todos desde el principio, la vida los llevó y los trajo en medio de la ola de violencia de un país en calma latente, los gobiernos trataron una y otra vez rescatar grupos como el de ellos, los de esta historia, pero no se alcanza entender al ser humano en su totalidad, aún en las mejores condiciones de vida.
Cuando supe que llegaron a un nuevo terreno, entre los municipios de San Estanislao de Kotska y Villanueva, situados al norte del departamento de Bolívar, y que no tenían casi nada con qué continuar decidí contar por medio de esta historia sobre la aparición de una nueva comunidad en donde la mayoría son de apellido Campo, nueve hermanos padecieron el dolor de la violencia pero aún así se mantuvieron unidos en la carencia, en el hambre y en la incertidumbre…No había claridad futura, eran al fin y al cabo hermanos; solo el amor de un Dios al que le rinden culto todos los sábados en la pequeña iglesia mudada a la vereda nueva que tiene un nombre provisional: El Silverio.
Durante el verano, llega la sequía como ocurre en todas partes, la tierra de ese lugar sufre de cara al sol, sin embargo apenas llega el invierno las fuertes lluvias se hacen presentes a veces trayendo con fuerza crecientes devastadoras que provocan pérdidas de lo que han cultivado. Mi madre siempre me dijo que las ahuyamas resisten el uso y el abuso, por eso seguramente me encontré algunas regadas en el piso de aquel solar en la mañana que me dejaba ver tan solo un kiosko grande y vacío, allí, me cuentan los Campo, se reúnen a conversar sobre las cosas que deben hacer para trazar una línea gruesa en el cielo. Al lado de ese kiosco está la iglesia, me asomé por la ventana y comprobé que Dios no necesita de catedrales grandes para avisar que Él está allí… sentí su presencia y le pedí que ayudara a los de El Silverio, fue como un favor que todos los días recuerdo en mi lista de pendientes que tengo con Él.
El calor inclemente de nuestra bella región no dió espera esa mañana. Mientras dos de los decididos acompañantes me recogían ahuyamas hice una radiografía del terreno solo con la mirada, desde lo alto, allí alrededor había hambre, había soledad, había incertidumbre pero nunca ví tristeza y eso tal vez fue lo que más me animó a continuar, ya estaba en El Silverio, no había marcha atrás, de todas maneras la idea es que quien llegue allí se quede para siempre.
En ese lugar huele a vida nueva, muchos de los niños que llegaron padeciendo el éxodo y el hambre ya han crecido y algunos otros han nacido bajo los techos de palma cargados de estrellas a media noche aprendiendo de una vez a descifrar el idioma del silencio de ese hermoso lugar.